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El sabor de la conversación
Italia se reconoce ante un plato de pasta y los italianos mastican cada una de las palabras al hablar de comida, un asunto que les ocupa y entusiasma más que a otros pueblos

Luis M. Alonso

En Italia, las cosas han dejado hace tiempo de ser como las vio el escritor Ippolito Nievo o el noble veneciano Carlo Altoviti, pero merece la pena detenerse en esta descripción para pasar a hablar de lo siguiente, que es la comida. «Se come más en Bolonia en un año que en Venecia en dos, que en Roma en tres, que en Turín en cinco y que en Génova, en veinte. Aunque en Venecia se come menos por culpa del Siroco y en Milán por sus cocineros. En cuanto a Florencia, Nápoles y Palermo, la primera es demasiado ñoña para incitar a los huéspedes y darse atracones; y en las otras dos la vida contemplativa llena el estómago a través de los poros de la piel sin que las mandíbulas tengan necesidad de fatigarse. Se vive del aire impregnado del aceite volátil de los cedros y del fecundo polen de las higueras. ¿Qué más se puede decir del buen comer? Pues que sienta de maravilla porque la digestión trabaja en razón de la laboriosidad y del buen humor. Una conversación animada y variada que recorra toda la gama de sentimientos igual que los dedos de las manos sobre un teclado, que ejercite vuestra lengua corriendo y saltando allí donde se las llama, que excite y sobreexcite vuestra vida intelectual, os prepara mejor para una comida que todos los ajenjos y vermuts. Hicieron bien en inventar el vermut en Turín, donde se habla y se ríe poco...».

Por lo general en Italia, pese a los reservados piamonteses, existe todavía la buena costumbre de conversar. Debe ser por eso que contaba Nievo por lo que los italianos gozan de un espléndido apetito y tienen un amor por la comida superior al de otros pueblos, incluidos nosotros mismos. Así que me he alegrado de poder saborear esta teoría entusiasta leyendo el maravilloso libro, Por qué a los italianos les gusta hablar de comida (Los 5 sentidos, Tusquets), de Elena Kostioukovitch, ucraniana, profesora de Literatura rusa, traductora en Milán y una de las más activas divulgadoras de la cultura del «bel paese». Coincido con ella en que a los italianos les gusta hablar de comida más de lo que cualquiera podría imaginarse, más que a los propios franceses porque no todos los franceses son devotos de la mesa, aunque pudiera parecer lo contrario. Y en Italia, sin embargo, la cocina es un lenguaje común. «Lo digo con admiración: a diferencia de cualquier otra nación del mundo, en Italia hablar de comida no es simplemente mencionar unos ingredientes; es celebrar un rito, pronunciar una fórmula mágica, recitar como una letanía la serie de pescados que se pueden salar o las hierbas primaverales con las que se condimenta el preboggion ligur. El que nombra un plato lo hace como saboreando todos y cada uno de sus ingredientes. El entendido en cocina pronuncia el nombre de los platos como si estuviera paladeando la carta de un restaurante de la primera a la última línea», escribe Kostioukovitch. Quien conozca Italia y haya tenido la oportunidad de pararse a hablar con italianos comprenderá a la autora.

No es la primera vez que salgo de un restaurante italiano sabiendo más acerca de lo que acabo de comer que el propio cocinero, conociendo lo que me cuenta la señora de la mesa de al lado o pillando al vuelo una conversación que en adelante guiará mis pasos sobre la burrata o cuánta nuez moscada debo rallar para no pasarme de la raya con los pizzicotti (ñoquis con espinacas y ricota, típicos de Roma y de la región del Lacio). El italiano casi nunca renuncia a decir de donde es y a asociar inmediatamente su lugar de origen con la comida de su pueblo o, ya en un plano más íntimo, con la de la mamma o la nonna. En este caso no se trata de perder el tiempo, sino de reivindicarse orgullosamente en los placeres de la buena vida, bien sea con otros italianos o con los de fuera.

Kostioukovitch ha planteado su libro como si se tratará de un menú, con entrantes, segundos platos e «intermezzi», en los que se vale de apuntes históricos y sociológicos para sustentar su tesis del interés italiano por la comida o por hablar de comida, que es exactamente lo mismo.

Los platos, la región, el campo, la familia, todo está en la conversación y todo admite suaves discusiones de fondo, sugerencias y anécdotas. Pero como ocurre con la política y el fútbol, y aún de manera mucho más enérgica, donde el italiano se expresa con mayor fanatismo es en la estricta observancia de los códigos culinarios. Hay reglas que no deben saltarse: son, no obstante, las que impone una mayoría. En los asuntos del «pranzo», el italiano es tradicional por naturaleza y recela de cualquier desnaturalización del producto, por lo cual no resulta extraño que desaconseje combinaciones inusuales o ingredientes fuera de lo común en la comida; se resiste, efectivamente como recuerda la autora del libro, a servir capuchinos si no es por la mañana temprano; intenta disuadir al comensal de que tomar un té después de comer es una auténtica atrocidad; lo mismo que consumir bebidas excesivamente alcohólicas entre plato y plato. El extranjero puede encontrarse en Italia con la negativa del dueño de un local si lo que pretende es comer la pasta más pasada de lo que acostumbra a ser la cocción al dente y también con una insistente labor de disuasión si el vino con el que quiere acompañar la comida no es el adecuado.

En Bolonia «la Gorda» -a la ciudad de los apodos también la llaman «la Roja»- el restaurante Pappagallo, a la sombra de las Dos Torres y a un paso de la Piazza Maggiore, es una institución, lo que excede cualquier otro comentario tratándose como se trata de la capital gastronómica de Italia. Su patrón, Mario Zurla, se ha ocupado durante años hasta del mínimo detalle para que el que entra allí vuelva lo más pronto posible. Cuenta Cesare Marchi, en Quando siamo a tavola, que el peor momento de Zurla al frente del negocio lo pasó precisamente el día en que los americanos liberaron la ciudad. «Sentí una alegría inmensa cuando un oficial del Quinto Ejército me informó de que deseaba celebrar la liberación con una gran comida en mi casa. Me dijo que ellos se encargaban de los ingredientes y que tenía la máxima libertad para elaborar el menú. Les pregunté si querían tortellini in brodo y respondió que muy bien. ¿Pavo al horno?, ¿Cotechino, zampone (pie de cerdo relleno), puré de lentejas? El oficial aprobaba todo lo que le proponía. ¿Y para beber?, le pregunto. Y me contesta: chocolate. Casi me da mal. ¡Chocolate con tortellini, con zampone! ¡Ver para creer! El oficial comprendió que había dicho un disparate y corrigió: Si no hay chocolate, también podemos tomar Coca-Cola. A esta nueva blasfemia gastronómica, ¿qué replicar? Como deseen, dije, y por amor a la patria liberada me puse manos a la obra». En fin.

Umberto Eco, prologuista del interesante libro de Kostioukovitch, reconoce que lo primero que hace al llegar a un país que no es el suyo es buscar los restaurantes del lugar para iluminarse. La autora lo delata al contar cómo quienes le acompañaban a la mesa durante una comida se dieron cuenta de que no todo para él en este mundo resultaba falto de autenticidad cuando le vieron ensimismarse con la carta.

Toda Italia se reconoce italiana ante un plato de espaguetis y a toda le ha dado, para mayor gloria, por comentar la jugada.

Elena Kostioukovitch ha escrito un gran libro de divulgación sobre «il bel paese»