http://www.rebelion.org/noticia.php?id=79429
Reseña de España, república de trabajadores, de Ilya Ehrenburg
Veinte millones de Quijotes andrajosos
Àngel Ferrero
El Viejo Topo
El periodismo es una profesión desagradecida. Más de lo que se cree: escritores, historiadores y sociólogos consideran al periodista, por lo general, como un advenedizo en sus respectivas disciplinas. Véase si no el caso de Ilya Ehrenburg (Kíev, 1891 – Moscú, 1967), con toda seguridad uno de los mejores periodistas del siglo XX, desterrado hoy a un vergonzoso olvido del que la editorial Melusina se ha propuesto rescatar. Vergonzoso porque este auténtico periodista de raza, judío y soviético, fue amigo de Bujarin en la URSS y de Picasso, Apollinaire y Léger en París, donde tuvo una célebre pelea a puñetazos con André Bréton; acuñó el término “fábrica de sueños” para referirse a Hollywood; trabajó en el Comité Antifascista Judío con Vasili Grossman, con quien co-escribió el Libro negro en el que documentaron el exterminio judío en Europa oriental; y su novela El deshielo (1954) daría nombre al proceso de desestalinización abierto por Nikita Khruschev con el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Casi nada.
Si hubiese que resumir este España, república de trabajadores con una imagen, esa sería probablemente la de un cosmonauta paseando por la Gran Vía madrileña. Imagínese el shock que debió suponer para un ruso cosmopolita como Ilya Ehrenburg recorrer un país que estaba empezando a salir del atraso secular en el que le había hundido la monarquía borbónica. Con todo, Ehrenburg, como muchos de sus compatriotas, habían «aprendido a andar por el mundo algo más que como aficionados a las cosas exóticas y como turistas ociosos», y hablaba castellano y conocía la realidad española. No espere el lector, pues, una espagnolade repleta de gitanas, panderetas y faralaes. «España -escribe Ehrenburg- no es Carmen, ni son los toreros, ni es Alfonso, ni Cambó, ni la diplomacia de Lerroux, ni las novelas de Blasco Ibáñez, ni todo lo que el país exporta al extranjero junto, revuelto con los chulos argentinos y el “málaga” de Perpiñán. No, España son veinte millones de Quijotes andrajosos y un montón de rocas estériles, aleado todo con una amarga injusticia. España es las canciones tristes como el murmullo del olivo seco, el zumbido de los huelguistas entre los cuales no hay un solo esquirol. España es la bondad innata, el amor al prójimo, la caridad. España es un gran país que supo conservar el ardor juvenil a pesar de todos los esfuerzos que hicieron para apagárselo los inquisidores, los parásitos, los Borbones, los caballeros de industria, los pasteleros, los ingleses, los matones, los mercenarios y los chulos blasonados...» (p. 97)
Después de cuatro meses esperando el visado español en París -el cónsul se negó a visar el pasaporte del país de la hoz y el martillo-, nuestro periodista aterrizó en Madrid en 1931 y, nada más pisar suelo, fue arrestado y su equipaje registrado. «Por lo visto, buscaban ametralladoras. También me registraron los bolsillos en busca del famoso oro de Moscú» (p. 215), comenta jocosamente el autor. Para entonces la joven República ya se había desecho «del ornato de la Monarquía» y parecía a punto de deshacerse «del ornato dudoso de los abogados de Madrid y de los agentes de bolsa de Barcelona» (p. 10), dando nacimiento, entre los dolores del parto de las luchas sindicales en las ciudades y el campo, a esa “República de trabajadores” que para Ehrenburg era hasta entonces algo meramente nominal. Esperanza, pero no vana ilusión, pues España era, empero, un país atrasado industrial y culturalmente, donde «no es difícil encontrar pueblos donde la gente no sólo no ha visto nunca una bombilla eléctrica, sino que ni siquiera tiene idea de lo que es un barco de vapor» (p. 19), el machismo permeaba a toda la sociedad, el analfabetismo era moneda común entre sus gentes y la superchería religiosa no había sido erradicada.
Ehrenburg retrata con crudeza y vivacidad en las páginas de este librito de viajes a los campesinos de Galicia que, «enloquecidos por el hambre, se hacinan en las bodegas de los grandes transatlánticos, pero, tarde o temprano, irremisiblemente acaban siempre por volver de la ruidosa y agitada América [...] a sus aldehuelas perdidas, a las largas noches sin luz, a los largos años enteros sin fiestas, a los años enteros de ayuno» (p. 12); a los niños hambrientos y las casuchas de San Martín de Castañeda, donde «la miseria engendra con la terquedad de los fatalistas resignados» (p. 65); a las beatas malagueñas, que «caen de rodillas [...] se pasan las horas muertas con los ojos en blanco [...] se arrastran por las santos barrocos de los altares» y son, en fin, capaces de «rivalizar ventajosamente con los persas, que al grito de shacsevacse se hieren a puñaladas» (p. 75); a los trabajadores extremeños, «que ya no se mueren de tifus ni de malaria, sino sencillamente de hambre» (p. 108); a los incendiarios de Málaga -«en ninguna otra ciudad adquirió el fuego tanta furia destructora»-, donde el anticlericalismo de una iglesia que se había tornado odiosa culminó con las jornadas del 11 y el 12 de mayo con la quema de «casi todas las iglesias y conventos» (p. 155); y a los jornaleros de Cádiz, desposeídos de sus tierras, sobreviviendo con seis pesetas diarias, que no «come carne más que dos o tres veces al año [y] anda con los zapatos rotos» (p. 163).
No todo es retrato miserabilista, por descontado. Así, escribe Ehrenburg: «Para comprender [...] el drama de los obreros de España, es preciso recordar algunas particularidades de la burguesía española. Ante todo, hay que tener en cuenta que los directores de la industria española son hombres poco instruidos. Y al decir esto, nos referimos tanto a los financieros como a los ingenieros, y lo mismo a los de las empresas privadas que a los de las industrias del Estado. [...] La mayoría de las empresas conservan religiosamente su arcaica instalación de principios de siglo. Primo de Rivera quiso ayudar y fortalecer a la industria española. Concedió a los propietarios de las fábricas grandes subsidios, pero los señoritos se gastaban casi siempre estos dineros alegremente en Biarritz o París. Con las pesetas que les quedaban de la juerga, compraban maquinaria de segunda mano. Y, claro está, la industria española sólo podía mantener la competencia con los artículos extranjeros gracias a la remuneración extraordinariamente baja de la mano de obra.» (pp. 226-227)
Ehrenburg reserva su tinta más acre para Madrid: bajo los rascacielos y luces de neón de la capital administrativa pulula la fauna madrileña, una variopinta multitud de señoritingos, limpiabotas, rentistas de rancio abolengo, mendigos, inmigrantes de ambas Castillas, funcionarios indolentes, letrados e intelectuales que escriben «sobre la filosofía de Keyserling y la poesía de Valéry» (p. 18) pero que no «se dan cuenta de que no es el surrealismo, ni la literatura proletaria, ni las modas parisienses lo que tienen delante, sino un desierto sombrío y salvaje, donde los campesinos hambrientos roban las bellotas, comarcas enteras pobladas de degenerados, tifus, malaria, noches sin luz, fusilamientos, cárceles parecidas a las antiguas mazmorras.» (p. 23)
Pero también Ehrenburg ajusta cuentas con la Barcelona. Ciudad moderna e industrial, con un ojo puesto en Europa, pero ciega ante las desigualdades sociales como las que se encuetran en el barrio chino, «poblado por los pordioseros, los mendigos, los rateros y las prostitutas baratas [donde] no es difícil encontrar a quien por unos cuantos duros esté dispuesto a quitar de en medio al que se le diga» (p. 239) y «un chorizo, de frescura sospechosa, es más caro que una mujer [y] la miseria se impone impúdicamente» (p. 243). «Aquí hay más mercancías y menos cordialidad.», escribe Ehrenburg. «Aquí es ya inútil teorizar. Aquí ya no hay más que organizar células, dividir el plano de la ciudad en tantos sectores de combate» (p. 246). Al burgués catalán, «extraordinariamente pusilánime», no «le basta con sostener a los guardias civiles en Madrid y sostiene pandillas de pistoleros mercenarios» (p. 239) y, escudándose de manera oportunista en una sensibilidad nacional que en realidad nada le importa, puede «dedicarse a amar a las francesas de paso por Barcelona y sorber cocktails en el café Colón» (p. 241). Detrás de las luces del Paralelo anida su antagonista, el sindicalista revolucionario, el obrero para quien la carne «es un lujo» y el cine «una juerga» (p. 242), que en el libro de Ehrenburg toma cuerpo en la figura de Durruti, a quien describe con gran admiración como sigue:
«Durruti es un anarquista convencido. No obstante, es obrero de profesión [y] un obrero sabe desde que nace lo que es organización. El proceso complicado de la producción le infude la idea del orden. No, el anarquismo de los sindicalistas españoles no es el anarquismo de los parroquianos de un café que acoplan a Bakunin con Stirner, la anarquía con el erotismo, la libertad con el libertinaje... Los sindicalistas españoles tienen su puesto al lado del torno, sus jefes no beben ni frecuentan los tugurios del barrio chino. Es una congregación monástica sui generis, con un reglamento severo. Aquí se ha impuesto el siglo XX. Los campesinos de Andalucía sueñan todavía con “persuadir sin forzar”. Los sindicalistas de Barcelona ya se han despedido de algunas ilusiones del siglo pasado. [...] Durruti cree ahora en la necesidad de la dictadura de los obreros y de los campesinos. Puede criticar todo lo que quiera a la revolución rusa. No por ello deja de ser su maestra y la maestra de sus camaradas de la Confederación Nacional del Trabajo, y, en general, de todos los obreros de Barcelona.» (p. 251-252).
«Por ahora, la historia de España no es más que una promesa», escribe el autor hacia el final de su libro. La promesa, como sabemos, nunca se cumplió: la Segunda República española murió, como ha escrito Antoni Domènech, «peleando en excelente armonía con los ideales de los cuatro mundos que ayudan a entenderla mejor»: el de la República hermana de México; el del estalinismo, que traicionó a los grandes ideales democráticos de la Constitución soviética de 1918; el del fascismo, que había destruido antes a las Repúblicas hermanas de Weimar y Viena; y el de la fraternidad republicana de las Brigadas Internacionales que acudieron en su ayuda. La historia de la República sigue siendo hoy una promesa incumplida. Pero como escribiera Victor Hugo a propósito de la Comuna de París: «El cadáver está en tierra [pero] la idea en pie.»
Reseña de España, república de trabajadores, de Ilya Ehrenburg
Veinte millones de Quijotes andrajosos
Àngel Ferrero
El Viejo Topo
El periodismo es una profesión desagradecida. Más de lo que se cree: escritores, historiadores y sociólogos consideran al periodista, por lo general, como un advenedizo en sus respectivas disciplinas. Véase si no el caso de Ilya Ehrenburg (Kíev, 1891 – Moscú, 1967), con toda seguridad uno de los mejores periodistas del siglo XX, desterrado hoy a un vergonzoso olvido del que la editorial Melusina se ha propuesto rescatar. Vergonzoso porque este auténtico periodista de raza, judío y soviético, fue amigo de Bujarin en la URSS y de Picasso, Apollinaire y Léger en París, donde tuvo una célebre pelea a puñetazos con André Bréton; acuñó el término “fábrica de sueños” para referirse a Hollywood; trabajó en el Comité Antifascista Judío con Vasili Grossman, con quien co-escribió el Libro negro en el que documentaron el exterminio judío en Europa oriental; y su novela El deshielo (1954) daría nombre al proceso de desestalinización abierto por Nikita Khruschev con el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Casi nada.
Si hubiese que resumir este España, república de trabajadores con una imagen, esa sería probablemente la de un cosmonauta paseando por la Gran Vía madrileña. Imagínese el shock que debió suponer para un ruso cosmopolita como Ilya Ehrenburg recorrer un país que estaba empezando a salir del atraso secular en el que le había hundido la monarquía borbónica. Con todo, Ehrenburg, como muchos de sus compatriotas, habían «aprendido a andar por el mundo algo más que como aficionados a las cosas exóticas y como turistas ociosos», y hablaba castellano y conocía la realidad española. No espere el lector, pues, una espagnolade repleta de gitanas, panderetas y faralaes. «España -escribe Ehrenburg- no es Carmen, ni son los toreros, ni es Alfonso, ni Cambó, ni la diplomacia de Lerroux, ni las novelas de Blasco Ibáñez, ni todo lo que el país exporta al extranjero junto, revuelto con los chulos argentinos y el “málaga” de Perpiñán. No, España son veinte millones de Quijotes andrajosos y un montón de rocas estériles, aleado todo con una amarga injusticia. España es las canciones tristes como el murmullo del olivo seco, el zumbido de los huelguistas entre los cuales no hay un solo esquirol. España es la bondad innata, el amor al prójimo, la caridad. España es un gran país que supo conservar el ardor juvenil a pesar de todos los esfuerzos que hicieron para apagárselo los inquisidores, los parásitos, los Borbones, los caballeros de industria, los pasteleros, los ingleses, los matones, los mercenarios y los chulos blasonados...» (p. 97)
Después de cuatro meses esperando el visado español en París -el cónsul se negó a visar el pasaporte del país de la hoz y el martillo-, nuestro periodista aterrizó en Madrid en 1931 y, nada más pisar suelo, fue arrestado y su equipaje registrado. «Por lo visto, buscaban ametralladoras. También me registraron los bolsillos en busca del famoso oro de Moscú» (p. 215), comenta jocosamente el autor. Para entonces la joven República ya se había desecho «del ornato de la Monarquía» y parecía a punto de deshacerse «del ornato dudoso de los abogados de Madrid y de los agentes de bolsa de Barcelona» (p. 10), dando nacimiento, entre los dolores del parto de las luchas sindicales en las ciudades y el campo, a esa “República de trabajadores” que para Ehrenburg era hasta entonces algo meramente nominal. Esperanza, pero no vana ilusión, pues España era, empero, un país atrasado industrial y culturalmente, donde «no es difícil encontrar pueblos donde la gente no sólo no ha visto nunca una bombilla eléctrica, sino que ni siquiera tiene idea de lo que es un barco de vapor» (p. 19), el machismo permeaba a toda la sociedad, el analfabetismo era moneda común entre sus gentes y la superchería religiosa no había sido erradicada.
Ehrenburg retrata con crudeza y vivacidad en las páginas de este librito de viajes a los campesinos de Galicia que, «enloquecidos por el hambre, se hacinan en las bodegas de los grandes transatlánticos, pero, tarde o temprano, irremisiblemente acaban siempre por volver de la ruidosa y agitada América [...] a sus aldehuelas perdidas, a las largas noches sin luz, a los largos años enteros sin fiestas, a los años enteros de ayuno» (p. 12); a los niños hambrientos y las casuchas de San Martín de Castañeda, donde «la miseria engendra con la terquedad de los fatalistas resignados» (p. 65); a las beatas malagueñas, que «caen de rodillas [...] se pasan las horas muertas con los ojos en blanco [...] se arrastran por las santos barrocos de los altares» y son, en fin, capaces de «rivalizar ventajosamente con los persas, que al grito de shacsevacse se hieren a puñaladas» (p. 75); a los trabajadores extremeños, «que ya no se mueren de tifus ni de malaria, sino sencillamente de hambre» (p. 108); a los incendiarios de Málaga -«en ninguna otra ciudad adquirió el fuego tanta furia destructora»-, donde el anticlericalismo de una iglesia que se había tornado odiosa culminó con las jornadas del 11 y el 12 de mayo con la quema de «casi todas las iglesias y conventos» (p. 155); y a los jornaleros de Cádiz, desposeídos de sus tierras, sobreviviendo con seis pesetas diarias, que no «come carne más que dos o tres veces al año [y] anda con los zapatos rotos» (p. 163).
No todo es retrato miserabilista, por descontado. Así, escribe Ehrenburg: «Para comprender [...] el drama de los obreros de España, es preciso recordar algunas particularidades de la burguesía española. Ante todo, hay que tener en cuenta que los directores de la industria española son hombres poco instruidos. Y al decir esto, nos referimos tanto a los financieros como a los ingenieros, y lo mismo a los de las empresas privadas que a los de las industrias del Estado. [...] La mayoría de las empresas conservan religiosamente su arcaica instalación de principios de siglo. Primo de Rivera quiso ayudar y fortalecer a la industria española. Concedió a los propietarios de las fábricas grandes subsidios, pero los señoritos se gastaban casi siempre estos dineros alegremente en Biarritz o París. Con las pesetas que les quedaban de la juerga, compraban maquinaria de segunda mano. Y, claro está, la industria española sólo podía mantener la competencia con los artículos extranjeros gracias a la remuneración extraordinariamente baja de la mano de obra.» (pp. 226-227)
Ehrenburg reserva su tinta más acre para Madrid: bajo los rascacielos y luces de neón de la capital administrativa pulula la fauna madrileña, una variopinta multitud de señoritingos, limpiabotas, rentistas de rancio abolengo, mendigos, inmigrantes de ambas Castillas, funcionarios indolentes, letrados e intelectuales que escriben «sobre la filosofía de Keyserling y la poesía de Valéry» (p. 18) pero que no «se dan cuenta de que no es el surrealismo, ni la literatura proletaria, ni las modas parisienses lo que tienen delante, sino un desierto sombrío y salvaje, donde los campesinos hambrientos roban las bellotas, comarcas enteras pobladas de degenerados, tifus, malaria, noches sin luz, fusilamientos, cárceles parecidas a las antiguas mazmorras.» (p. 23)
Pero también Ehrenburg ajusta cuentas con la Barcelona. Ciudad moderna e industrial, con un ojo puesto en Europa, pero ciega ante las desigualdades sociales como las que se encuetran en el barrio chino, «poblado por los pordioseros, los mendigos, los rateros y las prostitutas baratas [donde] no es difícil encontrar a quien por unos cuantos duros esté dispuesto a quitar de en medio al que se le diga» (p. 239) y «un chorizo, de frescura sospechosa, es más caro que una mujer [y] la miseria se impone impúdicamente» (p. 243). «Aquí hay más mercancías y menos cordialidad.», escribe Ehrenburg. «Aquí es ya inútil teorizar. Aquí ya no hay más que organizar células, dividir el plano de la ciudad en tantos sectores de combate» (p. 246). Al burgués catalán, «extraordinariamente pusilánime», no «le basta con sostener a los guardias civiles en Madrid y sostiene pandillas de pistoleros mercenarios» (p. 239) y, escudándose de manera oportunista en una sensibilidad nacional que en realidad nada le importa, puede «dedicarse a amar a las francesas de paso por Barcelona y sorber cocktails en el café Colón» (p. 241). Detrás de las luces del Paralelo anida su antagonista, el sindicalista revolucionario, el obrero para quien la carne «es un lujo» y el cine «una juerga» (p. 242), que en el libro de Ehrenburg toma cuerpo en la figura de Durruti, a quien describe con gran admiración como sigue:
«Durruti es un anarquista convencido. No obstante, es obrero de profesión [y] un obrero sabe desde que nace lo que es organización. El proceso complicado de la producción le infude la idea del orden. No, el anarquismo de los sindicalistas españoles no es el anarquismo de los parroquianos de un café que acoplan a Bakunin con Stirner, la anarquía con el erotismo, la libertad con el libertinaje... Los sindicalistas españoles tienen su puesto al lado del torno, sus jefes no beben ni frecuentan los tugurios del barrio chino. Es una congregación monástica sui generis, con un reglamento severo. Aquí se ha impuesto el siglo XX. Los campesinos de Andalucía sueñan todavía con “persuadir sin forzar”. Los sindicalistas de Barcelona ya se han despedido de algunas ilusiones del siglo pasado. [...] Durruti cree ahora en la necesidad de la dictadura de los obreros y de los campesinos. Puede criticar todo lo que quiera a la revolución rusa. No por ello deja de ser su maestra y la maestra de sus camaradas de la Confederación Nacional del Trabajo, y, en general, de todos los obreros de Barcelona.» (p. 251-252).
«Por ahora, la historia de España no es más que una promesa», escribe el autor hacia el final de su libro. La promesa, como sabemos, nunca se cumplió: la Segunda República española murió, como ha escrito Antoni Domènech, «peleando en excelente armonía con los ideales de los cuatro mundos que ayudan a entenderla mejor»: el de la República hermana de México; el del estalinismo, que traicionó a los grandes ideales democráticos de la Constitución soviética de 1918; el del fascismo, que había destruido antes a las Repúblicas hermanas de Weimar y Viena; y el de la fraternidad republicana de las Brigadas Internacionales que acudieron en su ayuda. La historia de la República sigue siendo hoy una promesa incumplida. Pero como escribiera Victor Hugo a propósito de la Comuna de París: «El cadáver está en tierra [pero] la idea en pie.»